Paola Vicenzi

 

Autorretrato

 

Abro las ventanas para que el sol de invierno a las once se meta de lleno en el estudio. Me gusta el sol de invierno, me gustan los contrastes.

Antes de retomar la pintura, me paro frente a la mesa de trabajo.

Por debajo de los pinceles y de mis viejas remeras convertidas en trapo, asoman los tubos de verde cadmio y de violeta ultramar. Los malditos culpables de mi insomnio. Pero no, no voy a modificar el azul cobalto de la blusa: es un toque de audacia del que no me quiero privar. Chequeo el contenido del frasco de trementina, otra vez me olvidé de comprar. Trementina y barniz, anoto mentalmente. Agarro una espátula de acero, la golpeo contra mi muslo y la apoyo de nuevo. Camino unos pasos. Esos pasos que van del caballete a mi mesa y de mi mesa al caballete deberían formar un surco, porque no solo los recorro cuando preciso alguno de mis elementos, también cuando lo que preciso es pensar.

Me siento frente a la tela y se me escapa una sonrisa. Qué cerca estoy de terminar. ¿Cuánto tiempo me llevó? Y es que no me engaño: no fueron las seis semanas en las que pude hacerme pequeños huecos entre los encargos y las restauraciones: un autorretrato lleva toda una vida, así que se puede decir que hace cuarenta y tres años que lo estoy pintando.

Me miro. Me veo. Apoyada en una pared ocre un tanto desprolija, mi cabeza echada hacia atrás, un poco de lado. El pelo rubio recogido en un rodete informal, y unos mechones sueltos a los costados. Si me habrá costado la decisión del gesto… Y al final opté por una semisonrisa, es un acierto esa ambigüedad. Mis ojos café se posan más allá, buscando y a la vez escondiendo. Son ojos de tratar y no poder. De no atreverse. O de atreverse a medias. ¿Acaso alguien en este mundo puede, realmente, ser por completo quien es?

Con un mínimo de atención, en la mirada se adivina la que fui: una niña necesitada de amor, pendiente de la aprobación de sus padres, que sufría porque no encajaba en los moldes establecidos y porque sus compañeros, con sus burlas, se lo hacían pagar. Y ahí hay además una huella de tristeza, quizá por aquel primer amor que fue al mismo tiempo mi primera desilusión: la de entender que con ponerlo todo no alcanza.

La boca semiabierta y sensual es una invitación. Y no una invitación a cualquiera. Una invitación para el que conozca la clave de acceso, la contraseña. Para el que sepa ir más allá.

¿Importa cómo nos ven, importa cómo somos o cómo creemos que somos?, me pregunto a mí misma, le pregunto a esa versión de mí sobre el lienzo. ¿Qué es lo que cuenta al final? Y no solo en los autorretratos, sino también —en especial— en la vida.

Vuelvo a sonreír. El óleo fue la elección adecuada, ni con la acuarela ni con el acrílico hubiese logrado un efecto semejante.

Los hombros relajados, la mano derecha aferrando el codo izquierdo. Los pliegues de la blusa, sus tres botones desprendidos, los pechos que se insinúan poderosos, la sutil marca de los pezones. Una imagen sugerente pero no agresiva. El arte de decir mucho con muy poco, el que a mí me gusta practicar.

Y el toque último, mi ceño apenas fruncido, signo de que una siempre está tratando de entender algo que no resulta del todo claro… Aunque, ahora pienso, a lo mejor la vida se trata menos de buscar explicaciones que de dejarse llevar.

Trabajo un buen rato la cuestión del sombreado. Y cerca de las dos de la tarde me digo que ya está. Una pincelada más lo arruinaría.

Tomo un poco de distancia de la tela y miro la paleta: negro marfil. Manuel Santibañez, firmo sin seudónimo, cuando mi esposa me llama a almorzar.