El fluir maravilloso – Alejandra Laurencich

Le doy las gracias a Alejandra Laurencich
por permitirme compartir con ustedes su cuento
«El fluir maravilloso»

Además les comento que su último libro
«El día menos pensado», editado por Alfaguara en 2022, ya está en las librerías.

 

 

El fluir maravilloso

Barro el living. Miro por la ventana. Más allá del jardín opaco, donde mi perra cojea alrededor de su plato vacío, hay unos obreros que trabajan. Los veo moverse a través del vidrio esmerilado del portón de calle. Los obreros emparchan el hueco de unas baldosas rotas en la vereda. Aunque es sólo la sombra de un cuerpo la que veo encogida, agachada, y dos las que la enmarcan. Dos obreros de pie, mirando al tercero hacer el trabajo, alentándolo con una conversación animada. Cada tanto escucho sus voces, algún insulto, una risa que me daña. Sigo barriendo. Sólo espero que, cuando terminen, ningún vecino intente encontrar la inmortalidad dejando su huella en el cemento alisado de mi vereda. Como las estrellas de Holywood. La huella de una vida luminosa. Cuántos siglos esperan que perdure el testimonio de haber sido alguien.
Son diez pesos lo que me han pedido por el arreglo. El precio de cuatro sachets de yogur. O cuatro pepsi familiares. No se me ocurre ningún artículo que multiplicado por tres dé ese billete ajado que espera por ellos. Llevan puesto el casco y la camisa de una empresa municipal. Para completar el sueldo nque nos pagan, doña, me había dicho uno cuando les abrí la puerta esta mañana, ilusionada al pensar que era el cartero trayéndome el contrato de la productora. Hace 27 días que espero el contrato y cada vez que suena el timbre creo que la espera terminó. Alguien me dijo la semana pasada: ya no te lo mandan, pichona, date cuenta de que te cagaron. No me gusta cuando la gente habla y tiene olor a vino en el aliento. Hoy, cuando me levanté, me dije: es una cuestión de actitud. Si me creo vencida, me van a vencer, se me va a ir la vida en esta espera. Y busqué el tomo I de La montaña mágica que había estado releyendo la semana pasada. En la página 131 encontré la cita: Cuando los días son semejantes entre sí, no constituyen más que un solo día, y con una uniformidad perfecta la vida más larga sería experimentada como muy breve y habría pasado en un momento. Cerré el libro. Sí, tengo que imprimirle un cambio a esto, me dije. Es una cuestión de actitud. Y vino a mi memoria la frase del poster que había colgado mi hija en la puerta de su cuarto cuando era adolescente. La decisión hará que todo cambie, un fluir maravilloso de acontecimientos vendrán a ti. Me dio vergüenza valerme de Coehlo o alguno de esos autores después de haber acudido a Thomas Mann. Pero nadie tenía por qué enterarse de dónde abrevaba yo para tomar mis decisiones. De qué páginas o experiencias se nutrían mis pensamientos. Decidí darme una ducha con Oceanus, el gel de baño que guardaba para una ocasión especial. Mientras el agua caliente me golpeaba los hombros no podía evitar ser asaltada por infinidad de frases como estas: Hoy puede ser ese día que tanto soñaste. Salí del baño y busqué el paquete de velas en la cocina. Quedaban una entera y una usada en sus tres cuartas partes. Estuve a punto de encender el pedazo y guardar la entera para una emergencia, un corte de luz. La actitud es todo, recordé. Encendí la entera y también el pedazo, qué tanto. Ángeles de la creación, estoy dispuesta a entregarme, dije. No me gustó mi voz. Repetí la frase en silencio, varias veces, abriendo los brazos. Tratando de visualizar la onda calorífera en el chakra del corazón como había visto hacer en el programa del canal Infinito. La toalla que tenía envolviéndome el pelo como un turbante me pesaba demasiado y no me permitía concentrarme. Pensé que podría elegir la ropa y los zapatos que me pondría para ir a reunirme con el equipo de la productora. Y por un momento reviví la deliciosa sensación de peinarme, maquillarme para acudir a un ensayo, tener horarios impuestos, la necesidad de un despertador. Encontré los zapatos en su caja, impecables, la gamuza intacta. Recordé aquella tarde de primavera, cuando los compré, pensando cuántas ocasiones para ponérmelos conseguiría aquel gesto, o gasto, simbólico. Un fluir maravilloso de acontecimientos vendrán a ti. Caminar por el mundo sobre una pequeña fortuna. Pisar fuerte. Acaricié la gamuza y los dejé fuera de la caja. Apenas lo hice tocaron el timbre. Un timbre largo y prepotente. Corrí hacia el portón. ¿Le arreglamos la vereda, Doña? Así fue como ellos se me habían presentado. Por 10 pesitos, dele. Mientras usted se peina se lo terminamos. Si quiere con baldosas se lo hacemos en veinticinco pesitos, con material y todo, para darle de comer a la familia, dele. No tengo veinticinco, les dije. Era verdad. Sólo tengo zapatos de 237 pesos para salir a andar. Ellos insistieron. Y pensé que sería un signo del destino acaso: arreglar la vereda para que el cartero advirtiese que en esa casa podían ingresar buenas noticias y no sólo facturas con vencimiento. Bueno, cemento solo -les dije- que quede lindo.
Hace dos horas que los obreros se fueron. La vela grande está por consumirse; de la pequeña sólo queda un trozo de pabilo negro en el plato. El «estoy dispuesta» se ha transformado en un rezo deshilachado, sin convicción. Oír mi voz ya no me alarma. Señor dios todopoderoso concédeme la gracia de vivir. Pienso que mañana llegará mi hija de su largo viaje y me dirá: ¿Firmaste el contrato? y tendré que decirle la verdad: me cagaron. Sé que estaré tentada de agregar: me cagaron como me cagó alguna vez tu padre, pero también sé que voy a callar. Me pongo a lavar el balde que los obreros me han dejado con restos de cemento. Me cuesta quitarlo. Perdí vigor a lo largo de la mañana. Quisiera irme a dormir. Miro el reloj. Las doce clavadas. Dejo el balde para después. Pongo la pava. Me siento en una silla y miro el fuego de la hornalla. El mate de la mañana aún está en la mesa, al lado de la vela que chisporrotea. Lo hago girar hacia un lado. Luego hacia el otro. Tengo que levantarme a vaciarlo de yerba pero no lo hago. Creo que no podré hacerlo nunca. Y entonces escucho el timbre. Breve, esta vez. Sin prepotencia. Me pongo de pie de un salto. Una carrera alborotada hasta el portón. Mi perra ladra y se pone de pie. La vida ha vuelto a mí en un instante. La siento en mis mejillas. Tras el vidrio veo una mancha petacona, azul, color cartero. ¡Va! grito, y busco la llave. Parezco una niña de diez años. Abro la puerta de par en par. Una vieja me sonríe y mira hacia el costado. Veo asomarse a una joven con aspecto de azafata. Buenos días, señora, estamos acercando la palabra de Dios a los vecinos. Me quedo mirando los fascículos de colores que me acercan sus manos prolijas. Les cierro la puerta en la cara, sin poder hablar.
Entro y siento la plomada de Dios dentro de mí. Soy sólo eso, me digo, un prisma de plomo pendulando, colgado de un hilo, alguien allá arriba tomará la medida de lo que está derecho o no, gracias a este caer para siempre. El agua de la pava hierve sobre la hornalla. Veo la llama de la vela extenderse un poco como rasgando el aire. Luego se apaga. Cierro el gas y voy hacia la cama. Los zapatos de gamuza están ordenados junto a la ropa. Me quedo mirándolos. Me los pongo sobre las medias de lana. Salgo a la vereda.
Un rayo de sol me ilumina desde una botella rota, mientras hundo mis pies en el centro de la mancha gris, alisada, de cemento.

 

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