Como la brisa del sur

Siempre que Mecha hace su entrada en el salón, una nube de aroma a lavanda la sigue. Y ante mis ojos, romántico sin remedio, es como si una estrella fugaz cayera en la inmensidad del cielo pueblerino. 

Dicen que no usa perfume. Dicen que es el aroma de un jabón que se fabricaba hace años. Dicen que ya es imposible conseguirlo. Algunos rumoran en voz muy baja que lo fabrica ella con una fórmula secreta atesorada por generaciones en su familia.

Y como en esta cuestión del rumor cabe lo que la imaginación entrame, mil y ninguna son las posibilidades de certeza.

Hoy entró radiante. Me di vuelta y la seguí con la mirada. A su aroma, lo acompañaba una blusa de lino natural que se deslizaba sobre una pollera a lunares blancos y negros. La tela de la falda se movía como si la acariciara una suave ráfaga del viento surero que mueve a las glicinas en las tardes de verano.

Mecha es una amorosa narradora. Suele contar anécdotas ciertas, y otras no tanto. Con la ternura de las hadas, dicen los niños, que si bien no conocen a ninguna tienen imaginación de sobra para intuirlas. Y nada mejor para una cuenta cuentos que oídos dispuestos a la escucha.

Cuando relata de su familia, Mecha no deja de recordar a Juan, su abuelo materno.

Juan llegó al país desde Italia. El hambre y los sueños hicieron que cruzara el océano buscando… como él decía: buscando. Mecha nunca supo qué buscaba, pero tenía la sospecha de que lo había encontrado. Era un hombre feliz. Había trabajado duro, y la suerte había sido su amiga. Pudo comprarse un terreno en este pueblo, tan parecido al que había dejado atrás.

Mecha asegura que todos los pueblos se parecen, no importa en qué lugar del universo estén. Como el hambre que es igual en todos lados, que tiene la costumbre de no ser satisfecho nunca. No se acaba con un bocado ni con mil, siempre retorna.

Su abuelo Juan, dice ella, lo primero que hizo en el terreno fue excavar para colocar una fuente. Es que, en las casas de su pueblo natal, pobres todas, no faltaba en ningún patio la pequeña fuente que, con su música, calmaba a las almas de sus dolores y de sus tormentos. En torno a la fuente, armó un patio. Y a su alrededor levantó las paredes de las habitaciones y de la cocina. En el patio plantó: un parral, que creció tejiendo sombra, un limonero, un olivo hojiblanco y una huerta donde no faltaron las aromáticas. Bordeó la fuente con almácigos de lavandas.

En las tardes de verano la suave brisa del sur aún sigue haciendo sinfonía con los aromas que visten el patio.

La historia de su familia la sé de memoria. Nunca me canso de escuchar a Mecha y su decir. Me siento cerca de ella, y disfruto de su perfume y de sus labios modulando cada palabra.

Pero como un romántico porque sí, me quedé en las sombras sin animarme a decirle que soy un fan de las lavandas, de la música de las fuentes, de la brisa del sur, de su pollera a lunares y de ese aroma, que me juego, le sale del corazón.

 

Marta