La taza roja

Su figura se cortaba sobre el mármol blanco veteado de grises de la mesa del living. De su boca volcánica un humo espeso, como el despertar apurado, jugaba jeroglíficos en el aire. Casi con insolencia me miraba. Mi cabeza, independiente, se balanceaba hacia un lado y hacia el otro. Dos contendientes afilando garras.

Era el amanecer de una noche larga. Una noche que, en su azul profundo, había intentado cerrar mis pensamientos, hacerlos claudicar. Tan fatua. Nunca ceja en el intento.

Logré separar los párpados legañosos cuando el despertador, con brillo propio, marcaba las seis. Redonditas, ni un segundo se les había colado.

Entré al baño con el peso nocturno arrastrado en las pantuflas. Una ducha y listo, me dije. El ruido de las gotas en la bañera no me despabiló. Sin embargo, su rocío abrió en mí una cuota de esperanza.

Fui a la cocina envuelto en el toallón. La pereza me tenía a su entera merced. Llené la pava eléctrica, que en un minuto hizo lo suyo. Saqué el tarro de café de la alacena con el esfuerzo de subir una loma. Colé el café, y su aroma pardo vistió la casa. Llevé la mano al escurridor y quedó haciendo intentos en el vacío. Levanté la vista. Me encontré con su gélida mirada. Un error inoportuno la hizo ocupar el lugar del fondo. Quedé petrificado. Balbuceando, le dije: “Buenos días, hoy es muy temprano, de ahí tu asombro”. Ella imperturbable, yo sin calificativo. Un silencio mínimo. Me di por vencido, levanté un hombro y enarqué las cejas. El café se enfriaba. Mi mano, ya con el camino aprendido, volvió al escurridor. Ella no ofreció resistencia. La apoyé en la mesada. Incliné la cafetera, y el líquido hizo su trayecto sin obstáculo. Tres cuartos de taza, una gota de leche y dos terrones de azúcar. “Perfecto”, dije aliviado.

Mientras la cuchara giraba en el encendido cuerpo, caminé hasta el living.

Corrí las cortinas, puse en la bandeja un vinilo de jazz blue y me dejé caer en el sillón blanco. Quedaba tiempo. No sé qué fue. Ensueño por la música o restos azabaches de la noche, solo sé que cada vez que acercaba mis labios a su borde, una ráfaga de fuego los marchitaba. Y yo, tan sereno.

 

Marta