Mediodía de verano en la capital. Cemento y esmog. Espero en la plaza la hora de volver a la oficina. Mi mirada baila por el espacio. Entrecierro los ojos. La brisa trae un intenso aroma a jazmines que me envuelve como una caricia y despierta mis sentidos. Busco ávido alrededor. Y la veo, recostada en una manta roja bajo la sombra del paraíso. Un Rodin de porcelana blanca, pienso. Su cabellera renegrida contrasta con la nívea escultura de su cuerpo. La cara en éxtasis ofrecida al sol. Las manos caminan su cabeza, y los dedos tenaces desenredan los rulos una y otra vez, con cadencia, formando arpegios en el aire. No puedo dejar de mirarla. Suavemente abre el libro que tiene a su lado. La imagino escritora o poeta, nadando entre palabras y papeles en blanco. Libre, sin ataduras. O saliendo de un amor dejado por incompetente. Sonrío. Nos imagino de la mano por la orilla del río. Hablamos de Cortázar, y yo lo cito: “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Ella, sonriente, me acaricia y se esconde en mis brazos. Paseamos la tarde entre sombras de árboles generosos y de gorjeos cómplices. Contemplamos al sol perderse en el borde del río en pinceladas naranjas, cuando un ladrido me sobresalta. Una fuerza extraña sube por mis piernas, como si la tierra cimbrara antes de quebrarse. Me paraliza el miedo. Qué absurdo, ¿miedo…?
¡Mamá, mamá, vení! Y una ráfaga vestida con jazmines baña la plaza dejando solitario al paraíso.
Marta