Entré a este maravilloso mundo de la palabra ya no solamente como lectora, cuando un silencio obligado y universal se coló en nuestras vidas.
Mi mente fue siempre inquieta. Desde niña inventé personajes como compañía de juegos. Con ellos recorrí países y viví intensas aventuras sin salir del patio de mi casa. Eso sí, siempre custodiada por las higueras de mi abuela, de las que les contaré más adelante.
Con el correr del tiempo, los pinceles, los acrílicos y las carbonillas se convirtieron en mi voz. Pero un día no se pudieron abrir las puertas, los acrílicos se gastaron y tuve que buscar otra forma de expresión. Y cambié el bastidor por una hoja de papel, que junto con los lápices permitieron que las pinceladas se volvieran palabras. Y quedé atrapada en el hermoso sortilegio de dar vida a tantos y variados personajes.
Entendí que, si bien escribir es un trabajo solitario, esconde en su interior el más amoroso oxímoron: la soledad acompañada por un gentío de vocablos y de silencios, que se tornan voz de los personajes y sus devenires.
El juego empieza cuando una idea o una imagen o algunas sílabas se vuelven palabras y aparecen danzando entre destellos multicolores, al igual que en un bello caleidoscopio.
Y así los personajes comienzan a andar y a desandar sus laberintos. Aman, engañan, sueñan, odian, eligen vivir o morir, someterse o rebelarse.
Y los dedos bailan sobre el teclado negro sin saber en qué momento pulsarán el punto final.
Después, otro juego comienza. Esta vez, entre lo escrito y quien lo lee.
Marta